Estas palabras no son originales. Miles de hombres han pasado por la desesperación que da el dolor, hay pocas cosas más comunes a todos los que respiramos en este planeta. Esta es una historia vulgar:
Una mañana, de manera repentina, empezó un dolor en la espalda. Algo que a tantos han pasado muchas veces. Nada especial, aunque sí nuevo para mí. He tenido en mi vida buena salud (por lo menos hasta que mi padres lograron que me operaran de las amígdalas, terminando el infierno en el que había convertido sus vidas), ni he tenido accidentes graves; por lo tanto, creo que soy un muy mal enfermo. En resumen, no estoy acostumbrado al dolor.
El dolor fue creciendo y expandiéndose por toda la espalda. Al principio no le di importancia y comencé una reunión programada, importante, de resumen del trabajo de las últimas semanas y planificación para las siguientes. Conforme pasaban los minutos estaba más incómodo, con más dificultad para concentrarme. Parecía un dolor de lumbares, por estar demasiado tiempo sentado, pero cada minuto aumentaba, desconcentrándome. Tenía que desactivar la cámara para poder levantarme y moverme un poco para hacerlo soportable. Atento por si tenía que responder a algo, repasando notas cuando me pedían algún dato. La peor reunión que he tenido nunca.
El resto del día no fue mejor. El dolor me paralizó. No era capaz de pensar claramente, leer, trabajar o preocuparme por los demás. El universo se plegó sobre mi y todo lo demás, todo lo que está fuera de mi cuerpo, de mi dolor, no existía. Un acto supremo de narcisismo.
Es un tópico decir que la salud es lo más importante. Pero sin ella lo demás se disfruta con dificultad, no se produce bien, el pensamiento se crea con apuro, como si estuviésemos estreñidos de mente. A quien no está acostumbrado, a quien siempre ha disfrutado de salud, como al mal segador, todas las pajas le estorban. Ése es mi caso. Es posible que el truco sea convertirse en un buen segador, acostumbrarse a salir de ese pliegue sobre uno mismo. La farmacopea y los médicos nos pueden ayudar. La habilidad de separar cuerpo (dolor) de mente (ideas) parece que sólo se obtiene con práctica y/o con buena química (administrada por buenos doctores). Pido a la providencia que tarde mucho en tener que llegar a la excelencia de esa habilidad, pero imagino que antes o después tendré que aprender a ignorar la punzada en la cabeza, el sordo pellizco interno o el látigo en el músculo que no hace lo que le ordenas. Cosas de personas que dejan de ser jóvenes.
Encontré algunas soluciones complementarias entre aquellos que tienen experiencia: Yoga, meditación, tolerancia al dolor,… Me consuelo pensando que grandes hombres han creado obras excelsas con dolor y enfermedad: No hay que quedarse en la queja y ponernos, antes o después, manos a la obra. No hay nada a lo que no se hayan enfrentado muchas personas antes y hayan vencido.
Recordad: Hay un enemigo agazapado en nuestra satisfacción, debilitándonos con cada minuto de placidez, haciéndonos adictos al bienestar e insoportable el dolor. Ese enemigo nos hace vulnerables ante cualquier eventualidad, cualquier roce o rasguño. ¿Cuál es la defensa preventiva ante este adversario?
Nota: No os preocupéis por mi: al final parece que sólo fue un vulgar cólico nefrítico, algo doloroso pero leve, no grave, no amenazante. Dolor por minucias de las que saldré sin secuelas, algo muy alejado de el infierno por el que han pasado muchos de nuestros semejantes.
Imagen: The Wounded Philoctetes, de N. A. Abildgaard. 1775
Deja una respuesta