Este artículo de Luis F. Rull (mi padre) ha sido publicado por «El Mundo Andalucía
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¿Estar… o no ser? por Luis F. Rull
Decidí hace unos días renunciar definitivamente al “sentimiento verdiblanco”. Usando la brillante expresión de Javier Rubio hice “apostasía bética”. La salvaje agresión al entrenador Juande Ramos fue la última gota de un vaso que tenía que haber rebosado mucho antes. Ese vaso se ha estado llenando con la muerte de un niño en el Estadio del RCD Español, con la muerte de un joven donostiarra en los alrededores del Campo del Atlético de Madrid o con la muerte del policía en Sicilia. Muertes de fútbol. Simplemente eso.
Un amigo del Colegio de los Maristas me contagió, hace ya cuarenta y siete años y recién llegado a Sevilla, del sentimiento béticista. He descubierto que ahora un partido de fútbol me puede emocionar igual que uno de, digamos, cricket: menos que cero. Me he convertido en un auténtico apóstata.
La renuncia a las cosas que antes ocupaban mi atención se está convirtiendo en algo habitual en los últimos meses. Me había ocurrido también con la política, que ya da señales de un encanallamiento y vulgaridad insoportables. Meditaba seriamente si tomar el mismo camino que con el fútbol. Hace tiempo que dejé de confiar en que los políticos se dieran cuenta de que los ciudadanos no estamos para resolver sus problemas, sino al contrario.
Pero debo confesar que la alta abstención que resultó del referéndum del Estatuto de Autonomía de Andalucía me produjo gran satisfacción. Hay esperanza.
Finalmente, tras ver la extraordinaria entrevista que Paco Robles le hizo a Rosa Díez hace unas semanas en una televisión local de Sevilla, abandoné definitivamente mis «apóstatas” intenciones en lo que a política se refiere. Rosa me recordó lo que muchos amigos vascos me cuentan de la vida en aquella hermosa tierra: que en Euskadi no hay Libertad. Sigue habiendo miedo, el peor miedo de todos: el de perder la vida. En el Sur está más extendido otro tipo de miedo, más vulgar, egoísta y mezquino: el miedo a que el Régimen no conceda sus dádivas ni subvenciones, o simplemente el temor al ostracismo a que se condena todo aquel sospechoso de no comulgar con el poder. Pero, como digo, es un miedo de segunda clase. Con consecuencias graves, pero de menor importancia.
En el Norte la situación es más dura, sobre todo porque, cualquier día, un canalla puede venir por detrás y pegarte un tiro en la nuca, o pegárselo a un amigo. Terrorismo es eso y son las amenazas. Y que esas amenazas queden impunes. En estos casos, supongo que el miedo te acompaña de forma permanente, al igual que la sensación de indefensión.
Un “camarada” me respondía, a principios de los años setenta del pasado siglo, ante mi desazón por el continuo fracaso de las propuestas de movilizaciones contra el régimen de Franco, algo que ha vuelto a mi memoria: “Tenemos que estar. Mientras estemos, aunque seamos pocos, seguirá existiendo la esperanza de la Libertad”.
El “franquismo” significó, para muchos que nacimos a finales de los cuarenta, el triste pasado donde la Libertad era la ausencia permanente en nuestra vida cotidiana. Por eso vivimos con tanta ilusión la transición democrática de final de los setenta, y por eso nos echamos a la calle a celebrar que la Libertad no se había ido con el “23 de Febrero”.
Pero, ahora, reflexionando a partir de las palabras de Rosa Díez, no hago sino preguntarme: ¿Cuándo dejó la izquierda española de luchar de verdad por la Libertad? ¿En qué momento llegó a la conclusión de que se podía pagar un precio por esa Libertad? ¿En qué momento olvidó el principio de que, abriendo la mano una vez, es difícil cerrarla? ¿Cuándo pasaron de justificar el asesinato de Estado a justificar la oscura negociación al margen de todos, “por el bien de la ciudadanía”?
¿Quiénes son éstos que representan una especie de nuevo absolutismo? En primer lugar, quienes “recogen las nueces del árbol que mueven los asesinos”. Los que negocian con ellos desde la más absoluta miseria moral. Aquéllos que quitan legitimidad a cualquiera, político o no, que discrepe de sus consignas, bajo el mantra de que tienen «intenciones electorales» o «dudosas convicciones democráticas». Los que olvidan su pasado de lucha por la Libertad. Son los que, desde el miedo, la cobardía y la más absoluta ignorancia, sólo se mueven por la ambición de mantenerse en el poder a cualquier precio. Se les ve ridículos escudándose en palabras huecas, apropiándose del pasado ajeno, o creyendo que basta con insultar para zanjar una discusión política, usando conceptos que nunca han comprendido del todo (y escribo esto porque no puedo entender la ligereza con la que lanzan la palabra “fascista” a todo aquél que discrepa de sus dogmas absolutistas).
Tengo la intuición de que los ciudadanos, o al menos algunos de ellos, están empezando a separarse de estos “nuevos absolutistas”. Ciudadanos que no quieren ponerse a resolver problemas del siglo pasado, problemas que sólo huelen a podrido. Ciudadanos que son conscientes de que los desafíos del siglo XXI son otros, como los cambios económicos y tecnológicos globales más presentes que sus estúpidas vanidades (y si no, pregunten a los trabajadores de Delphi). En definitiva, ciudadanos que no permiten a nadie que los traten como si fueran súbditos.
Los desafíos a los que se enfrenta España no podrán resolverse en una sociedad sin Libertad. Esas mujeres (Rosa Díez, María San Gil, Gotzone Mora, Teresa Jiménez Becerril, Maite Pagazaurtundua, y tantas otras) están cumpliendo con una labor por la que siempre les estaremos en deuda.
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