Dejan de estar aquí cerca. Se van de nuestra vida diaria. Se mudan a nuestra memoria y se quedan allí.
Este fin de semana me han preguntado si tengo noticias de un amigo. Alguien que, simplemente, ha desaparecido. Sólo comentó a un par de personas que se iría de viaje un tiempo, que no sabía cuándo volvería. Ha dado señales de vida, es decir, no le ha pasado nada. Simplemente ha decidió irse a otro sitio, no sé cual, a vivir su vida. No entiendo qué le ha impulsado a irse a la memoria de su gente, desapareciendo de su días y minutos. Me dicen que no parecía deprimido, que no parecía con ganas de mandarlo todo lejos (yéndose él a alguna parte).
El destino o la providencia son buenas explicaciones para las ausencias involuntarias: Enfermedades, accidentes,… pero ¿qué ocurre cuando descubrimos que una desaparición es provocada? Un amigo puede querer dejar su vida actual, dejarnos (por aburridos), montárselo por libre de nuevo, o buscarse ataduras nuevas. Lo malo es que nos descoloca. No entendemos bien que sobremos en la vida de otro, que no seamos interesantes, pero lo aceptamos: NO le caemos bien a tutto il mondo. Lo peor viene cuando a esa persona le sobra TODO su mundo.
La casualidad está intentado llevarse a alguien querido y la voluntad ha “desaparecido” (me encanta este nuevo uso transitivo sacado de las dictaduras latinoamericanas de los setenta) a otra persona. ¡Maldita sea! Me encantaría culpar a alguien, condenar a un culpable a la hoguera de los malos. Despedir a alguien, herirle, acosarle, asustarle, … son maldiciones para el que las perpetra. Les maldigo, les condeno a mi pozo de maldad y ya está resuelto.
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